Aichi

Aichi, salía de su cabaña noche tras noche para ver mejor la gran muralla china.
Pero todo era mentira, la engañaron. Desterrada en la luna fría, contemplaba la inmensidad, la distancia y la lejanía y una y otra vez se repetía: "me engañaron, me trajeron hasta aquí y yo no veo nada, ¿donde está la muralla?, yo no la veo"
Era peor aún, porque Aichi no la veía pero la sentía en lo más profundo de su ser, mientras todo fue una leyenda su corazón vivió sereno. Ahora que por fin había comprado un pasaje para la luna y se desplazó hasta allí, solo podía buscar con sus ojos ciegos entre la oscuridad y el olvido. La angustia devoraba su alma lentamente, y la soledad la entristecía. Lloraba cada noche, como una niña pequeña en busca de la muralla perdida, piedras que nos apartan de la realidad, que nos ocultan la verdad. ¿Sería tan inmensa que por eso no la encontraba? Consuelo, tampoco lo hallaba, solitaria y convencida que ella estaba de que allí arriba todo encajaría y tendría solución, pero se equivocó. Llegó y murió. Una noche no pudo soportarlo más y por sus venas manó la sangre que tiñó la luna de rojo fuego hasta confundirla con Marte, planeta lejano y distante, habitado por almas errantes que solo buscan placeres y juegos. Desde allí era desde donde se veía la Gran Muralla China, la que tanto buscó Aichi en su corta e ingenua vida. Vivir para ver, ver para creer y después de creer, morir porque se olvida todo, mientras creemos, vemos, y cuando vemos ya no creemos, ley humana de mortal y vital necesidad.
El cuerpo de Aichi se consumió lenta y solitariamente en la ensangrentada luna, mientras en Marte todo eran risas y sonidos de trompetas y violines.
0 Comments:
Publicar un comentario
<< Home